Aunque en sus orígenes el testimonio se circunscribía a los ámbitos jurídico y religioso, hoy asistimos a una ampliación de sus significados y formas, así como a una expansión de sus prácticas. Relatos de experiencias espirituales, historias de oprimidos y minorías, de autores o, simétricamente, de portadores de una ofensa, historias de una realidad extra-ordinaria (exploradores, viajeros) o de una intimidad singular, el abanico de testimonios es vasto y proteico. Va mucho más allá de los tribunales y de la Iglesia, para inscribirse entonces en el centro del proceso historiográfico y de muchas ciencias sociales, para las que es a la vez fuente y objeto de estudio. También alimenta el discurso de las artes, la literatura y los medios de comunicación, al punto de que algunos lo consideran un fenómeno de moda desarrollado en torno al “mercado de lo confesional”[1].
Más concretamente, su valor como "huella" lo sitúa en los cimientos de una cultura memorial cuya globalización se ido confirmando en los últimos decenios. Y es que el testimonio confiere veracidad a sus luchas éticas y políticas, así como a sus empresas consumistas: la memoria es un bien cultural de las sociedades de consumo. Para más informaciones, pulse aquí.
[1] Nelly RICHARD, “No-revelaciones, confesiones y transacciones de género”, in Crítica de la memoria, Chile, Universidad Diego Portales, 2010, p. 80-97.